Siendo la ética
cívica aquella que nos pertenece a cada uno de nosotros, la que nos afecta en
la vida cotidiana, es esencial recordar que convivimos con personas con las
cuales tenemos distintas definiciones de lo que significa una “vida buena” u
otros “máximos de felicidad” que creamos todos de manera personal, diferentes niveles
moral en cada uno de nosotros,
por lo cual debemos tener presentes los mínimos de justicia, y así
respetarlos para vivir de manera tranquila unos con otros.
Pero,
desgraciadamente, en muchas ocasiones, estos mínimos de justicia se pasan a
llevar, o no se cumplen para la totalidad de las personas. Y en gran cantidad
de los casos nos dejamos llevar por la “comodidad” que nos insta a adecuarnos a
esto de alguna forma, ya sea por el miedo, por el pensamiento que nada cambiará
sea lo que sea que hagamos, o por el esfuerzo que debemos realizar, ya que no
es simplemente el exigir sus derechos,
sino también conocer y cumplir con los deberes que vienen con éstos, los que
nos exigen actos que respalden nuestras palabras, además de poseer una
capacidad de diálogo que nos permita compartir nuestro punto de vista, sin
pasar a llevar el de los demás, lo que puede ser beneficioso para expandir
nuestro conocimiento y formar opiniones bien fundadas, y con argumentos acordes
a lo que pensamos.
Estos deberes y
derechos nos piden una reflexión personal, para posteriormente ejercerla en
nuestra vida, actuar acorde a ella para poder lograr los mínimos de justicia
para todos, desde una perspectiva de colectividad.
En el caso de Malala,
se ha levantado en nombre de todos al
exigir un derecho básico que le corresponde tanto a ella como a los demás niños
y niñas: la Educación, mediante el empoderamiento de sus deberes y derechos ha
sabido alzar la voz y hacerse escuchar, ya que comprende la importancia de los
conocimientos dados en la escuela para ejercer la igualdad de géneros
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